02.Cero. Tabla de números. Reto diario.
Que baje la hoz
Picking up the pieces to make ends meet
No one cares when you're down in the gutter
Got no friends, got no lover”
For what it's worth
Los nobles cuyas edades no alcanzaban los veinte años, hijos y protegidos de las familias más importantes de Britania, que crecieron en contacto con la guerra y habían aprendido a aceptar la muerte de sus seres queridos y figuras de respeto a manos enemigas o por culpa de intrigas políticas, por no hablar de aquellos que ya habían probado la dulce y amarga y experiencia de penetrar en un campo de batalla, saliendo sino victoriosos, al menos con vida, jamás vieron tan de cerca a una persona colapsando. Se enteraron de las bajas y los ataques por telegramas, noticias en la televisión, cartas a la vieja usanza, teléfonos celulares que se habían precipitado al suelo de inmediato, e mails o de boca de uno de sus familiares, sino de la nodriza con manos cálidas que les enseñó lo más cercano al afecto maternal que apreciarían. Y aquellos que las presenciaron en vivo y en directo, pilotearon Knightmares. Desde la cabina de acero, los blancos parecen tan lejanos, pequeños y frágiles, que cuesta identificarlos con seres siquiera emparentados con ellos. Y los Números a los que usualmente disparaban para volar en pedazos entre humo y fuego, eran a todas luces inferiores, con la osadía de no reconocerlo humildemente, insistiendo en librar pelea cuando no tenían oportunidad contra un Imperio coronado por Dios mismo: El Emperador. Acabarlos equivalía a aplastar molestas moscas. Y creían firmemente que debía aplicarse la misma metodología con aquellos británicos que traicionaran a sus raíces. O eso daban por supuesto hasta que vieron a Gino Weinberg desaparecer en llamas que emitían un olor a carne dulce sobrecocinada.
Tengamos en cuenta que aunque hubiera tomado una decisión a todas luces reprochable –dejando de lado la muerte de Kururugi, que para algunos hubiera sido motivo de festejo también, de no haber sido mencionada por pesadez en boca de Claudio Darlton- seguía siendo un muchacho que había compartido sus infancias y adolescencias, sus risas y sus penurias, sus infamias y honores, como uno más de ellos, hasta que alguna acción tocaba su hueso sensible y se diferenciaba con ánimo de señalar un desacuerdo de límites morales.
Las muchachas habían asistido con él a bailes emocionadísimas o aburridas y danzaron extasiadas de tener su rostro sonriente a palmos de distancia o se divirtieron doblemente al escaparse de sus propias presentaciones en sociedad para compartir hamburguesas sin servilletas, como plebeyos libres.
Los muchachos tomaron lecciones de manejo básico de artillería pesada bajo su mando. Lord Weinberg era humilde y no le molestaba hacerse cargo de una tarea que otros con su rango habrían despreciado y jamás le pidió a ninguno de ellos que se rindiera ante el primer fracaso. Más bien todo lo contrario: nunca faltaron el aliento y las palmadas en la espada por su lado. Es cierto que algunos de ellos lo despreciaban por sus costumbres con los ciudadanos sin estirpe, por no hablar de los Números o británicos honorarios. Pero bien sabían que pudo actuar con mayor soberbia y que en el campo de batalla donde sirvieron, más de una vez pudo reportar sus fallas. Siempre los protegía y si desobedecían sus órdenes con intenciones ponzoñosas, simplemente les advertía y el calor de sus ojos mutaba en algo frío, amenazante, respetable en suma.
Algunas muchachas pertenecían a la armada también y podían decir con gran admiración que Gino Weinberg nunca las había menospreciado y que –aunque más de una hubiera estado dispuesta grandemente- tampoco trató de propasarse con ninguna de ellas. Las defendió de abusos sin otorgarles privilegios a cambio de sus favores. Muchas habían acudido heridas porque rechazó a Anya Alstreim: aquellas mujeres eran de su género en segundo lugar, ya que ser soldados les restaba sentimentalismos propios de las que no servían en el ejército. Si Sir Alstreim hubiera desposado a Gino Weinberg, habrían estado ellas casi tan contentas como si fueran la del vestido blanco. Al menos las que no querían ver desde el comienzo de su inclinación, al Mordred estallando en una bola de fuego más intensa que la que cubría de a poco, certeramente e in crescendo, al objeto de aquellos afectos. No pudieron perdonar que entregara a su prometida sin vacilaciones, mucho menos un duelo a muerte, ni más ni menos que a un Número excesivamente promovido. Y sus furias dignas de las tres Benévolas no pudieron más que encenderse hasta alcanzar el cielo mismo en el que solían volar bajo aquel mando juguetón y amable: no bastándole con esa blasfemia que ellas todavía asimilaban desde meses atrás, Gino Weinberg lujurió a una mestiza y traicionó a Britania para liberarla. ¿Por qué una sangre impura obtuvo el beneficio que todas ellas persiguieron ardientemente?
Existían también algunos jóvenes de gustos cuestionables que también podían sentirse identificados con diversos aspectos de los tres grupos nombrados hasta ahora, pero ellos nunca recibieron más que la amistad indiscutible de aquella promesa de hombre fuerte y valiente, que acababan de ayudar a arrancar de raíz.
Agreguemos que todos ellos se resentían contra los Enumerados: porque eran inferiores, ya lo mencionamos, también porque en las Rebeliones había quedado mucha sangre hermana tiñendo las tierras que les correspondían con todos los derechos. Un amigo de aquella escoria, sin importar el motivo de su elección, era digno de ser crucificado. Y sin embargo, la pena embargó con tanta fuerza a la pequeña multitud al oír los gemidos contenidos de dolor y ver la piel de aquel Adonis al que veneraron, ardiendo por faltas de las que sus padres eran culpables con perfidia y sin inocencia, provocó que más de uno –que estaba en pleno poder de sus facultades mentales- deseara que hubiera habido otra manera o considerara incluso saltar al escenario para intentar apagar la hoguera como fuera, usando siquiera las levitas, chaquetas o las colas de sus vestidos tradicionales para ceremonias. Pero era tarde, ya no se distinguía llama de carne negra y solo un grito sin forma que se apagara pronto les indicó que el momento de oponerse a aquellas circunstancias, había desaparecido. El aroma a muerte dulzona infectó sus narices. Las muchachas que no eran muy orgullosas lloraron abiertamente y también los muchachos que todavía no se consideraban hombres. El resto mantuvo un semblante pesado: el de aquel que empieza a abrazar un luto del que es culpable. El himno se acalló de repente. Solo se oía el viento que mecía los estandartes y transportaba las cenizas.
***
-Kallen, cielo…
-Señorita Kouzuki…
-¿De veras era tu novio, Kal? Lo siento…
Las voces daban vueltas a su alrededor, había manos intentando conciliarla y guiarla a que se sentara, pero solo una que se consumió en el fuego ante sus ojos, perduraba como algo comprensible, clasificable y destructivo en los albores de su interior. No es que él lo haya dicho, gritado o gemido. Incluso hacia el final, tenía suficiente dignidad como para mostrarse humano y mortal, pero no débil y despreciable, como Kallen había intentado tildarlo sin demasiado éxito. Ella vio cómo sus labios modulaban las palabras. Esas palabras que ella dijo frente a un espejo montones de veces, practicando para el día en que Lelouch las recibiera, correspondiéndolas o no. Tenían más entrega de la que Kallen pudo haber otorgado, por muy sincera que fuera al decirlas, porque hablaban de sacrificios que hacían palidecer los suyos. Después de todo, Kallen era dueña y señora de su orgullo: no lo habría canjeado por un hombre. Jamás podría haber vuelto a observarse a sí misma de ceder a ello.
Y sin embargo, Gino Weinberg las dijo y aunque sus ojos se dirigieron a ninguna parte en particular, casualmente rosando un instante la cámara que se desenfocaba constantemente, pudo darse cuenta de que probablemente le pertenecían, igual que la sangre sofocada en las venas de ese caballero británico, ahora completamente seca y carbonizada. Kallen tuvo la impresión de que dentro suyo, nada volvería a levantarse con fuerza y vigor otra vez. Ni siquiera por y para Lelouch. Necesitaba aire y lo pidió.
Antes de que Rashkata finalmente apagara el televisor, porque ni Sita lo hubiera aguantado, Kallen vio el rostro impasible de la chica que siempre acompañaba a Gino en los interrogatorios, incluso hasta la entrada de su celda. La que sostenía un diario con frecuencia y tenía un semblante inanimado, incluso entonces. Especialmente entonces. Apretó los puños. La ira que debió ir contra toda esa multitud y Britania misma, fue depositada en aquella figura menuda, que enmarcaba ni más ni menos que a una mujer capaz de traicionar a uno de los suyos a la menos oportunidad. Kallen juró vengarse, con el estómago lleno de serpientes muertas y las palabras de Gino Weinberg, mudas y sinceras, resonando en cada átomo de su ser.
***
“The sound of silence grows
As the spider kiss is laid
The tumor becomes malign
But the kids are doing fine”
The never-ending why
Kallen Kouzuki no vio a Anya Alstrein doblarse hacia atrás, igual que si su cuerpo sufriera un espasmo y sus huesos comenzaran a romperse, como si estuviera poseída demoníacamente. Cuando juró vengarse, no contempló el chorro de orina que brotó entre sus piernas, la espuma que cubrió su boca y cómo estuvo a punto de desnucarse, golpeándose contra el suelo, ya que al irse de espaldas a la multitud horrorizada por la muerte del que fuera el Caballero Tres, no había (desde luego) nadie dispuesto a atraparla, mucho menos con ovaciones, tal y como subiera al escenario. Fue casi un golpe de suerte que Claudio Darlton despertara del ensueño de malestar en el que también se precipitara a causa de la muerte de su compañero y desde un año atrás, jefe de armas. El hijo adoptivo de Andreas era, como su padre lo llamaba afectuosamente, un jinete del aire aunque no supiera demostrarlo al cien por ciento en los Knightmares. Se movió con tanta ligereza que pudo haber sido recomendado para convertirse en ninja, si fueran otras tierras y tiempos. Tomó a Anya Alstreim (la verdadera Anya Alstreim, tarde pero seguro y quebrándose en miles de pedazos, tan pequeños que hasta las cenizas de Gino Weinberg habrían podido multiplicar por decenas sus medidas) por la muñeca en el último instante mortal y la jaló hacia delante, mordiéndose los labios, para depositarse su rostro lívido en el hombro, dispuesto a intentar elaborar un discurso conciliador, pese a que toda seguridad en sí mismo se desvaneció como la bruma de una mañana lechosa hacia el sangriento mediodía. Aquel esfuerzo fue recompensado con el exiguo vómito que lady Alstreim expulsó de entre sus labios abiertos de repente en una arcada que pintó una mancha gigantesca, con un amarillo repugnante, la blanca pechera de Claudio Darlton que fue bordada con el escudo del Imperio para el festival. No, eso era algo que Kallen Kouzuki no llegó a presenciar. Las rodillas de Anya temblando al compás de su cuerpo entero y cómo Claudio Darlton le sujetó los brazos, solo para encontrarse con que en un movimiento brusco como sus sacudidas, con los ojos vueltos hacia adentro igual que una epiléptica, ella le clavó cuatro uñas de sus dedos huesudos en la mejilla, desgarrándole piel, arrancándole sangre y un chillido amortiguado. “¡Puta!”, pensó ardientemente, deseando devolverle el favor, pero estaba en público y bien sabía lo impopular que podía volverse si no se sofrenaba. Al mismo tiempo, la sabia voz de su padre le dictaba cómo comportarse. Evitó que Anya resbalara una vez más, la cargó igual que a una doncella rescatada y solicitó a las jovencitas de rostros desencajados, que minutos atrás lo observaban con la entrega de amantes de toda la vida, que por favor llamaran a una ambulancia.
Anya se retorció rebeldemente cuando bajaban por las escaleras y casi tropiezan, lo que le llevó a aferrarla con dificultades. Claudio Darlton cayó en la cuenta de que era la primera vez que estaba tan cerca de una mujer y que incluso le había aferrado accidentalmente los senos discretos, ereccionados y prácticamente afuera del escote lleno de volados arrancados, moviéndose con un ritmo alienígena en cada ocasión durante las cuales, bocanadas de aire colmaban los pulmones de su dueña. La primera vez, siempre que no tengamos en cuenta la de un par de años atrás, cuando encontró a Sir Andreas Dalton desmayado al lado de un par de torpes mucamas que no podían apañárselas para escoltarlo a su habitación, alcoholizado como estaba y usando un vestido de satén, con tan copioso relleno en el busto, que Claudio se preguntó si realmente era ese su padre y se encontró a sí mismo (alegre de ser adoptado, tristemente) desbaratando entre tropezones el hermoso traje femenino para ayudar a que el colapsado guardián de la temible princesa Cornelia llegara a la cama sin mayores problemas. Y todo con Andreas Darlton diciéndole una y otra vez “Guildford” y acariciándole los brazos de un modo tremendamente inquietante, sobre todo por la sonrisa depravada dibujada entre desvaríos.
Al depositar a Anya Alstreim, finalmente encima de una camilla, pensó en lo absurdo que era aquello: había esperado meses, emocionado, por el día en el que ambos fueran los reyes del festival. Mentiría si dijera que uno de sus motivos para mantenerse vivo no eran la sed de venganza, el deseo de revestirse de honor…y en gran medida, el verse con un traje de buen corte, sosteniendo manos con el Caballero Seis. Ahora se le figuraba a todas luces repugnante, con el rostro macilento bajo el sol del mediodía que comenzaba a morir en tarde y los ojos entrecerrados, la boca rojiza ensalivada, las piernas húmedas y temblando. Ni siquiera le despertaba lástima cuando se la llevaron y se dijo que era como haberse casado, desengañándose la noche de bodas. Entendió por qué algunos militares mayores se reían cuando él los cuestionaba con timidez por tener amantes o abandonar a sus esposas para recibir acomodo político con otras. Esperó que alguna de las muchachas que lo habían mirado admiradas antes de que se consumara la ceremonia, se acercara a cortejarlo (pese a que todavía le dolía el estómago por lo que acababa de presenciar, tras provocarlo directamente) pero fue en vano. Incluso las menos agraciadas de la multitud que se dispersaba hacia lujosos automóviles y carruajes, prefería ir del brazo con sus amigos más cercanos o acaso con un sirviente fiel, antes que tener el más mínimo contacto con un noble de baja estirpe capaz de ensuciar el nombre de su padrino con tanta desfachatez, obligándolas a presenciar una barbarie, ni más ni menos.
Agreguemos una cosilla más, solo porque es curiosa: Gino Weinberg dijo más de una vez –y eso que le agradaba el individuo en cuestión o más bien digamos que sentía por él algo que otra persona podría identificar como pena- para sí mismo, que Claudio Darlton llegaría a la cama de Anya sobre su cadáver, literalmente y eso no garantizaba que ella no se defendería con uñas y dientes hasta hacerlo pedazos sin muchas ceremonias. La chica miraba al Caballero Gastlon con la misma emotividad con la que observaba las filas de hormigas (al menos Gino y Suzaku obtenían cierto brillo de su mirada, imposible de ver para otros espectadores ajenos a ellos) y si el ambiente pudiera ser tazado con grados centígrados, la temperatura descendía tanto entre los dos, que Claudio Darlton no hubiera sobrevivido ni de hacerse un iglú, metiéndose dos pieles de oso blanco encima.
***
“Never thought you'd make me perspire.
Never thought I'd do you the same.
Never thought I'd fill with desire.
Never thought I'd feel so ashamed.
Me and the dragon can chase all the pain away.
So before I end my day, remember…you are the one.”
My sweet prince.
-No quiero ser la única desnuda.-protestó Anya, cuando le vendaron los ojos y antes que escuchar que se bajaban cierres y que se arrojaba con ruidos amortiguados a un lado, la ropa de Gino y Suzaku, sintió que un par de manos la estremecían al tironear de su exiguo uniforme, terminando de desbaratarlo en segundos. Luego calló, con un sonrojo fuerte, analizando la nueva experiencia, tratando de buscar las palabras para describirla luego en el diario que insistieron en quitarle también. “Créeme, Annie, satisfacernos se llevará toda tu energía”, había reído Gino Weinberg y Suzaku le había secundado con cierta timidez, pero admirado de todos modos, con algo que resplandecía en la mirada, que cada vez que cruzaba con la de Anya, hacía que inminentemente quedaran solos en el cuarto.
-Si ambos nos desnudáramos ahora, que estás atada y a nuestra disposición…no sé Suzaku, pero yo podría hasta lastimarte. Es mejor si primero nos congraciamos contigo.
La entrepierna de Gino se apretó contra el final de su espalda. Anya se sorprendió de la dureza tan inmediata, pese a que siempre le había respondido bien. ¿Solo por dejarles hacer eso…? Una boca apretada en la suya detuvo sus pensamientos en tres puntos que no pudieron concretarse en nada. Era cálida, era amarga y era fuerte y era Suzaku, igual que abrazar una estrella en nova. Se oyó gemir contra él, se arqueó cuando la rodeó con los brazos. También la rozó insistentemente con la tela áspera del uniforme. Estaba igualmente duro y Anya ansiosa.
-¿Estás segura de que quieres…?-susurró contra su oído, respirándole en el cuello. Gino estaba del otro lado, besándola y aferraba uno de sus pechos. Se detuvo para reír, contestando por ella, que tardó lo suyo recuperándose de la impresión y rodando los ojos, sin que pudieran verla detrás del pañuelo.
-Ella confía en nosotros, ¿verdad, Annie?-le agarró las muñecas y la acostó boca arriba, con las piernas abiertas, las manos momentáneamente inutilizadas detrás de la espalda. “Si te portas bien, te desataremos”, había dicho Gino al comenzar el juego, que era su maquinación aunque Anya lo deseara tanto. “Esto me suena a violación grupal en una porno”, fingió quejarse Anya, con piel de gallina al ver a Suzaku desaparecer detrás del pañuelo de seda (no estaba segura de las iniciales de cuál de los tres lo firmaba).-Y nosotros en ella, sin duda, ¿o no, Suzaku?
Un fantasma corrió por la habitación, estremeciéndolos con el silencio incómodo de una vacilación y un vacío frío se instaló en el estómago de Anya Alstreim (a punto de ser más Anya Alstreim que nunca), comenzando a matar su excitación.
-Yo…-comenzó Suzaku y Anya quiso apuñalarlo con improperios e invitarlo a abandonar el cuarto, aunque era bastante probable que no pudiera tener sexo esa noche después de algo así. Sabía bien su respuesta, pero quería soñar y que le prometieran lo posible con esfuerzo. ¿Era pedir demasiado?
-No empieces. Sería descortés decirle a una chica desnuda que no confías en ella, ¿eh? Si ella te da todo lo que tiene, no puedes menos que aspirar a duplicar el monto de su obsequio. Porque es lo que un buen hombre hace en una situación como esta. Y nosotros somos tremendamente buenos, ¿a que sí?
Anya no pudo verlo, pero estaba convencida de que Gino primero le colocó a Suzaku un par de dedos en los labios para que no continuara y que después lo abrazó familiarmente. Este último terminó por carcajearse y Anya decidió burlarse para que recordaran en lo explícito que ella no estaba allí solo para que la miraran.
-Podrían descubrirme los ojos, así también puedo ver lo que harán sin mí.
Funcionó. Oyó –al fin- que se descorrían tremendamente rápido los cierres y que las chaquetas, los pantalones y sudaderas caían al suelo.
-Te mostraremos lo hombres que podemos ser.-anunció Gino, resueltamente y Anya se dio cuenta de inmediato que el primer dedo medio que la penetraba era suyo, lo mismo que el cabello que le rozaba el esternón cuando una boca empezó a mordisquear el pezón derecho. Suzaku no dijo nada, pero pronto otro cuerpo se sumó a la cama y otro dedo se abrió paso cadenciosamente hacia su interior mojado, del mismo modo en que otra boca comenzó a lamerle el otro seno. ¿Podía sentirse tanto placer? ¿Convertirse una chica que solo era dueña de su nombre entonces, en un receptáculo del mismo, sin más? En un montón de piel que solo puede experimentar más y más. Anya era eso.
Ella confía en nosotros. Y nosotros en ella, sin duda, ¿o no?
***
“The sea's evaporating
Though it comes as no surprise
These clouds we're seeing
They're explosions in the sky
It seems it's written
But we can't read between the line”
Sleeping with ghosts.
-¿No te traerá complicaciones, Marianne, el haber convertido a tu médium en esto?
Anya usualmente se desmayaba cuando la quinta Reina abandonaba su cuerpo. Pero ahora que el mismo se movía solo bajo la voluntad de Marianne vi Britania, las horas en blanco hasta que la consciencia dominante decidía aflorar, eran mucho más numerosas. Por no hablar de totalitarias, que sería lo más acertado, ya que parecía que lo único que -los restos de lo que solía ser- Anya Alstreim podía conciliar era levantarse de la cama, buscar el frasco de Iorazepam, colocarse tres o cuatro en la lengua y beber un vaso de agua, antes de sumergirse en un sueño profundísimo. Hasta Marianne se veía afectada cuando finalmente afloraba. Habría puesto un alto de alguna forma a la adicción y dejadez de la chica, que bien podía en seguida decidir meterse el frasco entero, pero percibía desde su lugar que lo que quedaba de Anya no podía elaborar planes de ninguna manera: a penas se limitaba a hacer su remedo de existencia, menos que eso incluso. Su metabolismo se habría afectado si Marianne no hubiera tomado cuidado de él, cenando en compañía de Charles, con una postura relajada.
-¿No es más fácil de esta manera? En cierto modo solo he hecho los ajustes para que lleguemos al Ragnakok más cómodos. Esperaba que con Kururugi tomando cuidado de ella, no habría mayores dificultades de las leves que él podría proporcionarnos en sí mismo. Todos sabemos que tu segundo hijo, Charles, es una mala influencia.
La que una vez fue Anya Alstreim, miraba sin ver al espectro luminoso y de pie junto a la cama del Rey en la que ella yacía. La mujer que una vez intentó enseñarle cuáles eran los tenedores y las cucharillas para cada plato en una mesa noble, hacía sendos ademanes ilustrativos de sus palabras animadas y ocasionalmente le sonreía como cuando era una niña torpe y desinteresada en lo que decía. Desde luego que actualmente le era de lleno imposible colocar lo que oía en hilera para encaminarlo hasta que se decodificara en algo con sentido, que hubiera hecho montones de piezas quebradas en el olvido, encajar en una perfección injusta y desgarradora. Parpadeó hasta que la pesadez de sus ojos le ganó y se dio vuelta, en posición fetal, colocándose las sábanas de seda sobre la espalda. Charles zi Britania la observó con cierta piedad que no se hubiera permitido de ninguna manera en público.
-Es más que nunca una muñeca de carne de la que podemos disponer a voluntad. Era Gino Weinberg o ella. El luto la hubiera secado como a una planta. La culpa ha hecho un trabajo de taxidermista. Cuando todos seamos uno, recuperará lo que ha perdido, me entenderá y agradecerá. A ti también, Charles. Seremos dioses. ¡Ya lo somos para los que no saben de nuestros planes y cuyos destinos dependen de nosotros! Regocíjate.
-Si, Marianne.-el Rey le tomó la mano a la que desde hacía años consideraba su única mujer y asintió, sacando a la muchacha que acababa de poseer de sus pensamientos. Perdida como estaba en los pocos recuerdos que permanecían en su memoria, no podía hacerle reclamo alguno, que no fuera existiendo.
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