Pulvis et umbra
Tenía pesadillas y por ende, insomnio. En ellas, una copa dorada repleta de sangre lo llamaba desde la mano de un Rey moribundo, con una armadura dorada. Galahad despertaba empapado en sudor frío, con un grito perdido en la garganta y la necesidad de abrazar a Elaine, como cuando era un niño. Aún no cumplía trece primaveras, pese a que su padre era severo y lo trataba de afeminado por buscar con insistencia los afectos de su madre, incluso si ya lo derrotaba en el manejo de la espada. Sir Lancelot ya no era lo de antaño.
Galahad saltó de su lecho y de inmediato, solo amparado por la luz de la luna que bajaba desde los altos ventanales, se movió por las escaleras, hacia la habitación de Elaine. Pensó por un instante que la mujer frente a la puerta del dormitorio de su padre era un espectro patético, de los que visitaban a su madre en busca de paz a veces. Entonces reconoció los rasgos de Ginebra, la reina de Arturo, con la que bailó en la fiesta del solsticio de invierno.
—¿Mi...lady?
Galahad no puede hacer una reverencia, congelado como está de estupor. Si le dieran tiempo, habría vergüenza alterando su sistema. Y luego ira. Porque en la casa de Elaine de Astolat, la reina y su padre...entonces...pero no. Los cabellos dorados de Ginebra se tiñen de negro y el bronceado saludable de su piel se vuelve blanco, frágil y enfermizo. Los pechos se desinflan, las caderas se reducen, el vestido blanco se hace azul profundo, como la sangre de un emperador. Pronto es su madre la que lo está mirando.
—Lancelot no podía cumplir con su deber como marido de otro modo. Y mi tía le importaba poco.—dice Mordred, años más tarde, avivando el fuego con los ojos que hierven más que el caldo calentándose dentro del hierro sobre la flama. Galahad ya no es un niño y sin embargo, solo la pena de su madre es superior a la suya.
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