03. Duende.
Videre
est credere
Tiene
buen oído. A veces, pareciera que escucha los gritos de las almas en
pena que cruzan el cielo, llamando a Elaine para que las atrape en el
aire y teja sus historias en bellos motivos que luego encierra con
llave en lo alto de la torre o bien que envía para que sean vendidos
u obsequiados en el pueblo, a gusto del ocupante de la pieza. Si
están en la mesa, cenando, Galahad se congela mientras que Elaine se
pone de pie para asomarse a la ventana y proceder. Quizás contempla
los hilos plateados y rojos que chorrea la esencia del muerto entre
sus dedos, agarrada como un canario asesinado. Elaine decide
probarlo, un poco amargada. En el fondo deseaba que Galahad fuera la
imagen de su padre: torpe y valiente, ingenuo y fiel (a Ginebra, al
menos). Él se parece a ella. Sus ojos, su tez y su cabello. La misma
fragilidad late dentro de él. Y ahora tiene más madera de brujo que
de Caballero. Ah, quizás la próxima vez que Lancelot la visite
(Elaine ha leído el vuelo de las palomas que cría en el balcón y
ha seguido respirando solo por eso), crea que no es su hijo y
entonces sí que la mate. No le importaría, si no fuera por el niño.
Por eso necesita la prueba y luego decidirá qué hacer. Al río no
le importaría helar dos cuerpos en vez de uno y una buena madre no
permitiría que su vástago sufriera incluso más que ella. Pero es
pronto para maquinar lo terrible.
—¿Puedes
verlo?
Ha
dibujado las runas sobre el espejo que forman el nombre de Lancelot.
Él aparece ahí. Luces de dragón, versos de bardo, leyendas de
héroes virgilianos. Acaba de vencer en una guerra de Arturo,
cubierto de gloriosa sangre, saludado por el sol. Elaine se queda sin
aire. "¡Mi marido!", exclama antes de corregirse con el
corazón en un puño. Galahad no es seducido por lo que ella le
muestra. Mira al reflejo con espanto.
—Madre,
¿por qué no te reflejas ahí?
Le
toma las faldas y Elaine pronto recuerda su maldición, sonriendo y
acariciándolo. Galahad solo enfrente de ella, Galahad niño,
pegándose a su vestido, temblando. No le contesta, acariciándole la
cabeza, contenta de que al menos en algo se parece al que quisiera
que fuera su esposo. No lo hizo nacer para que fueran iguales.
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